Hermanos de tinta
Todas las profesiones cambian, sin
excepción. No hay nadie que siga teniendo los mismos hábitos que una persona
que desempeñara una labor similar hace, por ejemplo, un siglo. La literatura no
es una excepción a todo esto, ya que aunque el vehículo siga siendo el mismo
(la letra) ni el proceso ni los fines son idénticos ahora. Y es que la figura
del literato o escritor, como prefieran llamarlo, ha sufrido un gran cambio
tras atravesar tan diversas revoluciones en este siglo XX. Muchas cosas se han
perdido con respecto a las generaciones del siglo XIX y XX, y también muchas
otras se han ganado, aunque no podemos juzgarlas ni para bien ni para mal. Son
simplemente cambios y evolución.
La literatura es algo que toca muy
de cerca de periodistas, o proyectos de periodistas como nosotros. No debemos
olvidar que no hace mucho, apenas un siglo, muchos de los fundadores e
impulsores de nuestra profesión eran literatos frustrados, que bien por el público
o por sus editores, eran calificados como no aptos para el arte de la
literatura y se veían lanzados al mundo de la prensa para realizar el único
trabajo que sabían hacer: escribir. Por eso titulamos así el editorial, porque
pese a todos los cambios la profesión del escritor literario y la del
periodista siempre va a tener un nexo muy fuerte que hace que una casi no pueda
vivir sin la otra. Estamos hermanados en ese sentido.
Ya a finales del siglo XIX encontrábamos
una enorme relación entre ambas profesiones. Literatos de postín como Larra,
Unamuno, Baroja o Valle-Inclán eran partícipes del mundo periodístico, como
simples colaboradores o como impulsores de una revista o publicación en la que
plasmar sus ideas y que les hicieran llegar a más gente. Hoy en día, esa última
posibilidad de ver a un literato creando y dirigiendo un medio con total libertad
creativa parece una utopía que difícilmente se podrá volver a alcanzar. La
tiranía económica que provoca que los medios estén en manos de multinacionales
de la información aleja la calidad literaria de las páginas de los diarios, e
inclusive de los libros.
Y es que, como escribíamos al
principio, hay muchas cosas que se han perdido en la literatura con el pasar
del tiempo. Si como H. G. Wells pudiéramos usar una máquina del tiempo y
plantarnos en esos inicios de siglo XX veríamos un panorama literario drásticamente
distinto al actual. Quizás el rasgo más representativo de los escritores de esa
época, ya fuera en la Generación del 98 española o en la Inglaterra de Shaw y
Chesterton, es el compromiso. Un compromiso social, económico o industrial que
hacía que todas las actividades realizadas por ese grupo de elegidos tocados
por las musas literarias fueran dirigidas a un avance del mundo en el que
vivían, que buscaba una mejora en las condiciones físicas e intelectuales de
las personas que les leían o asistían a sus debates. No se limitaban a escribir
una ficción y entretener al público, sino que incluso en la ficción buscaban
remover la realidad y hacer avanzar a todos en una determinada dirección.
Como decimos, la Generación del 98
o los debates de Chesterton y Shaw son claros ejemplos de esas tendencias. Son
intelectuales íntimamente ligados a la necesidad de renovación en todos los
sentidos, y que más allá de buscar un negocio con su literatura, buscaban un
bien común, siempre dentro de sus ideologías. Incluso los debates, por muy
enconados que fuesen, llevaban una dirección clara de conseguir algo mediante
el compartir de ideas. La prensa tuvo mucho peso en ese aspecto del compromiso
social, ya que hizo posible conectar con el público mayoritario y que tuviera acceso
a esas ideas, sobre todo gracias a las publicaciones de los distintos grupos.
Todos se unían para dar vida a publicaciones periódicas que buscaban ofrecer
testimonio de sus preferencias y repulsas, lanzar denuncias y admiraciones, dar
fe de vida ante una sociedad que necesitaba conocerles y en la que participaban
tanto grandes clásicos como noveles. Y todo ello buscando únicamente la
difusión de ideas y el cambio.
Frente a esto, nos situamos en la
actualidad y vemos como ese principal rasgo del compromiso, es la principal
diferencia entre ambas generaciones. Y de nuevo, al igual que con la menor
posibilidad de acceso a medios que comentábamos antes, el capital es el causante
de que el compromiso sea la menor de las preocupaciones de un escritor hoy en
día. La literatura, como todas las artes, se ha convertido en un modelo de
negocio más, en este caso dominado por las editoriales. Al estar estas
editoriales dentro de esos holdings de la información, se ven arrastrada por la
corriente del consumismo y la solicitud que se les hace a los escritores es
clara: queremos “best sellers”, bombazos de rápido consumo y a ser posible con
varios tomos que conformen la historia, para poder tener una mayor tirada y
unos mayores ingresos. La calidad y el compromiso quedan en un gran segundo
plano.
Con esto no queremos decir que no
haya escritores de calidad hoy día, que los hay, pero quizás ninguno se postula
como un clásico para generaciones futuras. Pero desgraciadamente, incluso esos
libros que mantienen la calidad quedan eclipsados por las grandes apuestas
editoriales, que colocadas estratégicamente en la librería y con un enorme aparato
publicitario detrás, hace que no podamos tener ojos para casi nada más. Incluso
intentando aislarte de esos fenómenos terminas sabiendo todo sobre ellos. Y si
el libro con calidad tiene éxito también corre el riesgo de ser sobreexplotado
con el fin de obtener más aún, y al final puede llegar a perder esa calidad de
nuevo a favor del mercado.
Hasta qué punto puede influir todo
esto en que la gente cada vez lea menos y solo determinadas cosas es algo que
no se puede saber. No obstante, es un hecho que en nuestro país la literatura
no es uno de los principales hábitos entre la población y el que lee acaba
leyendo siempre lo que está de moda (salvo honrosas excepciones). La única
salida a esto es la inculcación, tanto en la vida escolar como en la propia casa
de unos valores literarios lo suficientemente sólidos como para que la gente
sea capaz de elegir qué quiere leer y para que sea capaz de exigir un mínimo de
calidad en los escritos. No obstante, hasta que ese complicado proceso ocurra
(la nueva generación parece estar más fascinada por otros menesteres
electrónicos), el futuro literario para estar vinculado al de otras artes: lo
comercial manda. Quizás nosotros como periodistas podemos echar una mano a
nuestros hermanos de tinta dando cobertura a libros con más calidad que ventas. El tiempo dirá, pero esperamos que nuestra generación si que pueda ver el nacimiento de grandes clásicos como los que hoy nos toca estudiar.